En las
calles aledañas a la fábrica había muy poca gente. Aquella provincia era como
una pequeña ciudad fantasma sin mucho qué hacer. La edificación más grande era
donde trabajábamos los sin nombre.
Nadie
conocía ese lugar. Ocupados arduamente en nuestras tareas determinadas teníamos
muy poco tiempo para hablar. Ni siquiera a la hora de la comida se podía
hablar. Las bandas de producción no se podían detener según nuestro capataz, un
tipo que portaba pantalón y camisa color beige mientras el resto de los obreros
usábamos el color azul marino.
Algunos
trabajadores no usaban uniforme, cosa que no parecía importarle mucho a nuestro
jefe. El capataz tenía su oficina en el mismo nivel que las máquinas de
producción sólo que rara vez estaba allí. Nadie le llamaba nunca. Él conocía
todo acerca de la fábrica, al menos todo lo del área a su cargo. En el trabajo
nadie sonreía. Algunos mientras trabajaban volteaban a descansar la vista a las
paredes sucias. Todos los que trabajamos ahí habíamos sido contratados por tres
meses, entonces nos pagarían todo de junto. No tuvimos otra que aceptar esas
condiciones ya que no había trabajo en ninguna parte. De hecho yo venia de una
región lejana. Olvidé su nombre. No sólo olvidé el nombre de mi lugar de origen
sino que también olvidé mi propio nombre. No hacía falta. Con ver nuestras
caras de amargura al hallarnos encerrados en ese lugar sabíamos que nada era
tan importante como nuestro trabajo, la producción de la fábrica.
El
trabajo nos hacía olvidarnos de todo: del día, de la noche, pues ahí siempre
todo estaba igual. Poca luz, olor a metales y aceites para las maquinas,
combustibles quemados, etc. Había un perro grande y viejo que era el ser más
amigable en toda la fábrica aunque estaba tan triste como nosotros. Al menos yo
podía hacer apuntes en mi cuaderno de vez en cuando y aunque nadie me vigilaba,
escribía y pronto guardaba mi libreta en el bolsillo. Mi trabajo era la
limpieza así que me tomaba con calma mis labores que eran acomodar las cosas,
barrer los cuartos de máquinas, los dormitorios y los sanitarios que más
tardaba en limpiarlos que en ensuciarse de nuevo. Ocasionalmente el jefe de la
fábrica hacía juntas obligatorias para todo el personal para hablarnos de las
tareas y metas de producción. Acompañaba sus planes con palabras de ánimo para
que nos sintiéramos más felices de hacer nuestro trabajo pues no había mucho
empleo y en otras partes hasta se mataban por una plaza laboral. El jefe nos
decía las cosas de corazón, pero también repetía mucho de lo que le decían sus
superiores. Era el empleado con más antigüedad en la fábrica. Una vez nos dijo
que él había comenzado como yo haciendo labores de limpieza y que poco a poco
ascendió a operador, luego a jefe de línea, después mecánico y por último jefe
de nivel. Ganaba el doble que nosotros y por lo menos tenia quince años en la
fábrica que conocía como la palma de su mano. En la junta habló el cocinero de
la fábrica y dijo que en el almacén ya sólo había fideos. Algunos operadores se
quejaban de las herramientas y que ya era necesario reponérselas por nuevas.
Los mecánicos aprovecharon para decir que las bandas estaban muy deterioradas y
que se requería de más personal para no estar deteniendo la producción a cada
rato.
El
jefe hacia anotaciones y se le veía un poco preocupado; sugería soluciones y
prometía mejoras en todos los ámbitos. En cuanto a la alimentación manifestó
que haría el esfuerzo para hacer tres comidas al día pero que teníamos que
esperar y conformarnos mientras con dos porciones de fideos al día. Para
nuestra mala suerte afuera de la fábrica no había nada de comer además ni
teníamos dinero para comprarlo. Todo estaba cerrado siempre, hace mucho tiempo
que había negocios cerca de ahí. Los trabajadores regresaron a sus puestos.
Después de una larga jornada laboral de doce horas todos se fueron a los
dormitorios.
Al
amanecer siguiente no escuchamos el despertador. Todos nos fuimos despertando
más por costumbre que por el ruido de la alarma. No había energía en toda la
fábrica. El jefe estaba tratando de hacer funcionar la planta de energía en el
cuarto de máquinas pero había poco combustible como para echar a andar los
generadores. Nos dijo que nos tomáramos un descanso y que les hablaría a los
superiores para informarles del percance. Algunos obreros se sentaron en el
piso y comenzaron a platicar un poco de cosas del trabajo. Yo seguí limpiando
como si nada raro hubiera pasado. Cuando llegué a barrer el área de cocina
estaba vacía. Creí que el cocinero se había tomado su descanso y no fue hasta
cuando me dirigí a los dormitorios cuando me percaté de que el cocinero seguía
dormido. Terminé de limpiar y al pasar por su cama vi que su vientre no se
movía al respirar. Lo moví un poco de los pies y nada. Me acerqué a la cara y
el cocinero no respiraba. Toqué su cuello y estaba frío. Corrí a avisarle al
jefe que el cocinero estaba muerto. Me dijo que lo acompañara hasta donde
estaba el cocinero. Lo tomó de los brazos y me ordenó que lo levantara de los
pies y sin que nadie se diera cuenta lo dejáramos en el cuarto de máquinas que
estaba en penumbras. El silencio era desesperante. Me puso a preparar la comida
para todos pero había muy pocos fideos y agua de la llave. Tampoco había gas en
la cocina. Al parecer nadie notaba la ausencia del cocinero. Probablemente el
descansar un poco los puso a reflexionar un poco en su vida y a preguntarse sus
nombres o apodos. Trataba de descifrar los diálogos. Algunos se pusieron a
jugar con un balón, hacer tiempo. Tiempo muerto. Como nadie estaba trabajando
me fui a dormir una siesta y al jefe parecía no importarle.
Al
otro día amanecieron dos obreros muertos. Estos se habían rociado gasolina y se
dieron un cerillazo. Nadie los detuvo. Nadie dijo una sola palabra. Vieron la
inmolación como si fuera cualquier cosa. El dormitorio estaba igual a como yo
lo había dejado. Sin embargo en la madrugada sentí la presencia de
alguien que me tocaba los pies, la cara y el cuello. De un susto me levanté y
no vi a nadie. Fui en busca de los demás y ahí seguían muchos contemplando los
brasas y huesos carbonizados de nuestros compañeros. El jefe incluido que ya no
tenía su uniforme sino una camisa arremangada color blanco y un pantalón de
mezclilla azul. Me disponía a limpiar la grasa derretida en el piso pero el
jefe me mandó a hacer mis labores al cuarto de máquinas ya que según él la
energía llegaría en cualquier momento y la producción se estaba retrasando
mucho. Al entrar al cuarto de máquinas prendí una lámpara de baterías y fue
cuando pude ver varios cuerpos apilados. Eran trabajadores. Al acercarme pude
ver que tenían golpes contundentes en la cabeza como si hubieran sido hechos
con un martillo. No sé por cuanto tiempo estuve dormido pues la pestilencia me
provocó náuseas y los ojos me lloraban. Me cubrí la boca con mi camiseta. Cerca
de los restos del cocinero estaba el cadáver del viejo perro ya inflado y
agusanado. Por primera vez sentí mucho miedo y odio. Fui con el jefe
para pedirle una explicación pero él estaba solo en el piso diciendo que no
tardaría en llegar la luz eléctrica y que deberíamos estar listos para seguir
trabajando. Pero otros dormían o estaban muertos.
Al
cuestionar a mi jefe sobre la situación se quedó callado por unos minutos y
luego me pidió que lo siguiera hasta su oficina. Molesto, buscaba entre los
cajones unos papeles y ya que los halló me los dio a firmar pidiéndome una
copia de regreso que volvía a meter a los archiveros.
Me
dijo que mi trabajo había terminado y que esos papeles los tendría que llevar a
un domicilio en la ciudad donde me pagarían lo correspondiente a los días que
trabajé solamente pues no completé el trimestre laboral. Al ir hacia la puerta
principal de la fábrica nadie se despidió de mí y fue cuando me percaté de que
no había puerta, que siempre había estado abierta y que cualquiera se pudo
haber salido de allí cuando lo deseara.
Caminé
varias calles vacías hasta llegar a una avenida principal y luego de 3 horas de
espera pasó un taxi destartalado. Le hice la parada y le pedí que me llevara al
domicilio escrito en mi documentación y que en cuanto recibiera mi sueldo le
pagaría por su servicio. El taxista aceptó y me llevó hasta el domicilio
indicado.
Apagó
el taxi y me esperó a que regresara. La oficina de la fábrica en la ciudad
era atendida por una anciana. Ella me dio otro papel que era un pase a un
restaurante contiguo donde había gente muy bien vestida comiendo suculentos
platillos. Los meseros del lugar me asignaron una mesa en donde me esperaba una
mujer vestida de niña que me hacía insinuaciones sexuales tocándose la
entrepierna y sacándome la lengua como una serpiente. Los meseros me pusieron
una servilleta en las piernas y me sirvieron una sopa. La mujer vestida de niña
me tocaba mis partes nobles por encima del pantalón y por debajo de la
servilleta. Le dije que yo jamás me acostaría con una niña. Aventé la
servilleta al plato y me salí del restaurante. Al salir vi al taxista dormido y
me fui caminando sin rumbo fijo.