Sus piernas largas como dos columnas corintias, quebradas por
el medio, en la actitud del parto, cubiertas de tatuajes
como marañas de jeroglíficos verduzcos, retiemblan
de siniestra excitación: mana una sangre espesa como la brea,
repugnante, poblada de sapos y lombrices.
Los dioses de todas las naciones caen decapitados por invisible
guillotina: ofrendan en sus manos al generoso Buda Maitreya
que nace de la ramera otaku para acariciar la faz del mundo
como un borracho la hendioda botella de ajenjo, o los glúteos
rancios de la experta prostituta.
Las cabezas, rápidamente agusanadas, rápidamente descompuestas,
lucen como frutos podridos que han sido coronados de joyas,
¡patéticas efigies!
La ramera otaku está jadeante, y las velas arden derraman
gruesas lágrimas de cera.
La ramera otaku está jadeante, y todos los otakus del mundo
presienten que de su estirpe nacerá El Destructor.
Los pechos hinchados de infecta leche palpitan y derraman
de la flor violácea de la cumbre, una savia verde.
La ramera otaku está jadeante, y de sus ojos grandes
mana sangre.
La ramera otaku está jadeante, y los otakus exclaman ¡puta madre!
Todas esas noches de delirio, de hentai, de lolis ninfomaniacas
De pornografía y masturbación
Esas noches blancas de terror
La ramera otaku se nutría como la malhadada Lilith
Para hinchar su vientre con el germen del Fin.